Me gustan los trancones

Por estos dias, el alcalde de Bogotá Samuel Moreno es criticado por la falta de movilidad en las calles de la ciudad. Las personas se desesperan en los llamados trancones, pierden tiempo, no ganan dinero, no llegan a sus citas a tiempo, o simplemente no pueden correr en sus automóviles.

A pesar de lo anterior, y que a mí a veces también me desesperan los trancones, no creo que el asunto sea como para volverse loco o entrar en shock. Los trancones son problema que ya ha sido diagnosticado desde hace mucho tiempo, y tiene que ver con el aumento de carros en la ciudad y la proporción con la cantidad de calles y avenidas que existen. En Bogotá no se han construido muchas calles y avenidas, de tal forma que puedan recibir el número de automóviles que entran a circular diariamente. Nuevos carros se venden constantemente, pero no hay calles para tanto automóvil. Por eso hay "pico y placa", y ya se está pensando en implantar esta medida restrictiva los sábados.

Bogotá necesita un Metro, es cierto, el sistema Transmilenio se está quedando corto, mientras tanto, la pavimentación de calles, la construcción de nuevas troncales, hacen que Bogotá parezca una ciudad en permamente obra negra.

Los trancones nos ponen histéricos, sobre todo cuando tenemos que llegar a una cita y se nos pasan los minutos, sin embargo, yo creo que esa histeria por la rapidez y la velocidad es sólo eso, una neurosis y una histeria. La obsesión por la velocidad es un defecto de nuestra sociedad, queremos correr a todo momento, pensamos que si nos movemos rápido somos más eficientes y que nuestra vida funciona mejor, todo esto es falso.

La velocidad y la rapidez sólo producen que hagamos más cosas en menos tiempo, pero esa velocidad y ese hacer más cosas no implican que seamos más felices. La felicidad no depende, en mi concepto, de hacer muchas cosas para producir más y ganar dinero. La felicidad es un estado interior, que no depende de las condiciones exteriores, o de hacer o no hacer algo.

Me da risa cuando afirman cuánto ha perdido Bogotá por los trancones, cuánto dinero se ha dejado de producir, o cuántas horas se han esfumado inútilmente. Los trancones son una buena oportunidad para pensar, para meditar, para estar en silencio, para estar quietos, para observar, para escuchar música, para estar solos. La obsesión por la velocidad (y no me refiero a Juan Pablo Montoya) es un defecto de nuestro tiempo, la rapidez no lleva sino a cansarse más fácil, a estar estrasados, a sufrir de alguna enfermedad. Los trancones no son el ideal de una ciudad, pero tampoco es como para volverse histérico o neurótico.

Nuestra sociedad busca la velocidad, la eficiencia, la productividad, pero no busca la felicidad, no le importa, parte de paradigmas equivocados que inculca a las personas que repiten como loros lo que otros dicen.

Los trancones son una oportunidad, no hay que desesperarse, o, si esto es lo que quieren, anden a pie, promuevan la creación del Metro, paguen más impuestos para hacer más vías, o promuevan la creación de una ciudad satélite a Bogotá que descongestione la capital; pero todo lo anterior vale, y todo el mundo se queja pero no quieren asumir el costo de una transformación. Esos mismos que se quejan de los trancones, son los que no quieren soportar el costo adicional de un cambio, esos mismos histéricos que hablan de velocidad y productividad sólo quieren mover sus carros a 100 kilómetros por hora, pero no quieren poner de su parte, es el perro tratando de comerse la cola, es la misma locura de siempre, ninguno quiere aceptar que vive con otros millones de personas, y que todos debemos hacer algo para transformar la ciudad, eso no depende, además, de una persona o de un grupo político.

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